El término ‘infografía’ tiene una etimología ambigua. A veces se entiende como la fusión de “gráfica” e “informática”. Esta interpretación está a su vez sustentada en la idea de que las infografías se hacen con ordenadores. Aun siendo cierto en el 99% de los casos en la actualidad, no siempre fue así.
Sin embargo, es más frecuente que el término se defina como la unión de “gráfica” e “información”, esto es, la comunicación de información de forma gráfica, independientemente de los métodos empleados para ello. Esta definición es más amplia y permite considerar infografías desde las gráficas de cotizaciones bursátiles hasta una carta de navegación del siglo XV, pasando por planos de líneas de metro o complejas recreaciones tridimensionales.
Todos esos ejemplos tienen algo en común: su objetivo es transmitir una información de forma visual, siguiendo el conocido imperativo atribuido (probablemente apócrifo) a Anton Chejov: show, don’t tell. No me lo cuentes: enséñamelo.
Y ahí radica el potencial de la infografía como transmisora de información: cuando está bien hecha, no solo es un potente imán para la atención, sino que también es capaz de transmitir mucha información, o información muy importante, de un solo vistazo.
En los tiempos actuales, en los que el acceso a información es constante y ha propiciado una saturación por exceso, conseguir llamar la atención del receptor es haber ganado media batalla. Una batalla que el texto escrito, por muy atractivo que sea el tema en cuestión, nunca podrá ganar frente a una imagen visual. La saturación de información lleva aparejada también una creciente incapacidad para detener la atención en un único mensaje durante cada vez menos tiempo. También en este sentido la infografía, por cuanto transmite la información más rápido, tiene evidentes ventajas sobre otras formas de comunicación.
El nivel de complejidad de una infografía solo está definido por el mensaje que se quiere transmitir. Puede ir desde un sencillo gráfico circular (o “de tarta”) hasta auténticas obras de arte, como las infografías de Fernando G. Baptista para National Geographic (no solo por el resultado, sino también por el proceso casi artesanal que sigue para crearlas). Por ello, es muy importante seguir un proceso racional y ordenado a la hora de desarrollar una infografía: saber qué queremos comunicar, documentarnos sobre ello, bocetar la mejor manera de mostrarlo, y aplicar la técnica que sea más conveniente: a veces será una ilustración, a veces un mapa, a veces una proyección en tres dimensiones…
La infografía en los nuevos soportes
Tradicionalmente el espacio de la infografía fueron las publicaciones en formato papel, ya se tratase de prensa diaria o revistas especializadas. Con el salto de los medios de comunicación a la esfera digital, la infografía se transformó. Gracias a tecnologías como el ya prácticamente obsoleto Flash o, más recientemente, HTML5 y Canvas, la infografía ha incorporado la cuarta dimensión: es posible hacer infografías animadas que no solo muestran información, sino que cuentan una historia. O explicar procesos muy complejos de forma visual y sencilla (lo que habrá requerido un trabajo previo de estudio y simplificación por parte del infografista), o superponer diferentes capas de información en un mismo gráfico y programar interactividad para que el usuario pueda elegir a qué información quiere acceder según sus intereses particulares en el tema.
En Descubre Comunicación hemos trabajado con infografías orientadas a redes sociales (donde nuestro viejo amigo el gif animado se ha convertido en un aliado) así como para soportes más tradicionales, ya fuesen posters o publicaciones. En definitiva, se trata de comunicar utilizando las herramientas más adecuadas para cada mensaje y la infografía puede ser una de las más versátiles y poderosas.